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Imagen de Isabel Zaldua |
Ayer lo vieron rodeado de musgo, sentado en un banco del
parque. Seguía afanado en darle de comer a las palomas. Las enredaba tanto que
se peleaban por conseguir un trozo de pan. Cuando dejaba caer alguna miga, alzaban
el vuelo al unísono y levantaban una polvareda que arrastraba el cisco
blanquecino y manoseado, Dios sabe a dónde. Félix enganchaba la vista en el
infinito de sus pensamientos y encajaba una sonrisa malévola que desfiguraba su
rictus. Hay que estar muy ciega para no distinguir una mirada de loco entre la
espesura de unas confidencias manipuladas.
Y así se fue tejiendo la red de mi desesperación. Hoy
tocaba una frase retorcida, mañana una pelea a gritos, un empujón demasiado
fuerte, pasado una lágrima falsa que intentaba limpiar la sangre de la tarde anterior.
Meses, años completos con sus días, horas, minutos y segundos que le sirvieron
para trenzar los hilos de nylon que me atraparon en su complicado mundo.
Mi piel apenas respiraba. La red daba vueltas y más vueltas
alrededor de mi cuerpo y lo teñía de rojo. Ya casi ni me podía mover sin que sus
nudos se clavaran entre mis muslos o en mis brazos o en mi boca. Todo muy
despacio, demasiado despacio como para darme cuenta de que el daño era irreparable.
Pero tuvo un descuido y aflojó los dedos. Logré escapar. Huir. Y volé sola.
Arrastrada por el viento y la polvareda de las palomas que nos rodeaban. Dejando
atrás vanidades, sacrificios, fustigaciones que arrancaron trozos de mi propia
vida.
Ya apenas lo veo. Quizás sea el miedo el que me haga escapar
antes de que me clave su mirada perdida. Quizás flaquee por la necesidad de
cuidar a los pájaros que aún siguen atrapados en su red. Pero soy valiente. Y la
valentía hace que no me doblegue por mucho que el hambre me retuerza las tripas.
Rompí la red teñida de rojo. Y, por fin, veo el camino. El único camino válido.
El de mi libertad.
Las palomas no piensan. Las pobres no saben que siempre se
guardará comida entre los dedos.