Mirarse
al espejo, recuerda lo que somos
Desde muy pequeño aprendí a encontrarle el alma a las cosas. Las cuidaba, les daba calor, las alimentaba hasta que crecían y tomaban su propio camino.
Así
fue lo que hice con el alma de mi tortuga, con la de mi oso de peluche, la de
mis zapatos favoritos, la del primer libro que leí. Lo intenté hacer con la de
mi mejor amigo, que se resistió un poco pero al final la cuidé y me acompañó durante
muchos años.
No
tenía tiempo para otra cosa que no fuera cuidar almas, llegué a tener hasta
cincuenta guardadas entre mi dormitorio y el cuarto de herramientas que había
detrás de la casa. De hecho, no sabía hacer otra cosa que cuidar. Me convertí
en el mejor cuidador de almas del país.
La
gente venía a traerme sus cosas, animales, familiares y amigos para que yo los
cuidara, ni siquiera me dejaban explicarles cómo hacerlo. Me entregaban lo que
estaba roto, quebrado, herido, a sabiendas que estarían a buen recaudo. Y yo,
que no sabía decir que no, las aceptaba.
Tenía
colas en mi puerta todos los días. A veces se acumulaban tantas almas que era
difícil andar sin tropezarse con alguna de las que eran más remolonas, más
tímidas y retraídas. Pero lo cierto es que en pocos días se ayudaban unas a
otras y me hacían más fácil el trabajo. Nos convertimos en una gran familia.
Cuando alguna se curaba y preparábamos su partida, sabíamos que, aunque nos
entristecía su pérdida, irían a un espacio mejor. Eran momentos importantes, se
iban porque habían terminado de crecer.
Pero
a medida que pasaba el tiempo me sentía más cansado. Notaba que necesitaba
sustituto, pero no encontraba a nadie que quisiera el trabajo, y eso que había
muchos parados en la ciudad. ¿Dónde se busca a un cuidador de almas?
Cada vez era más difícil mantener mi taller de reparación. Me
pasaba tantas horas cuidando que no noté que a mi alma se le rompió la esquina
derecha cuando intentaba llevar a algunos amigos al rincón de la risa y que
empecé a perder parte de mi agilidad a medida que los años dejaban factura. Se
dobló por la mitad un día que me agaché demasiado para recoger del suelo la
ropa de los más desordenados y ya no hubo posibilidad de enderezarla, además me
quemé la planta de los pies por un descuido y dejé de sentir mis pasos.
No
me daba cuenta de que me iba rompiendo, que me arrastraba, que estaba lleno de
agujeros y que mis líquidos se desparramaban dejando mi cuerpo sin sangre.
Toda
la vida dedicándome a este oficio, todo mi tiempo reparando almas ajenas,
estudiando para no errar en el camino, apartando el orgullo y, me olvidé.
Me
olvidé de mí como un tonto, un ignorante, creyéndome inmortal.
No
me di cuenta de que mi alma se cansó de cuidarse sola y se dejó morir.
Relato que pertenece al libro: Anclas.