
Quién podía imaginar que tras la
sonrisa de filmoteca de ese individuo, que tras la mirada cultivada de vítores,
que tras las manos llenas de gestos amplios y acogedores, que tras ese empaque
de hombre legal y justo, se escondía el estafador más grande y mentiroso que
jamás había conocido.
Fue una mañana
de Junio, el calor aún no apretaba demasiado, hasta tenía que guardarme en el
bolso una rebeca de hilo por si acaso.
No recuerdo
quién nos presentó, quizás mi jefe, o aquel amigo común al que hacía años no veía,
no sé. Lo cierto es que, no sólo me traspasó su mirada felina, sino su
personalidad entusiasta, su extrema amabilidad, su ademán de inteligente educado.
Reconozco que
era el tipo de persona del que cualquiera puede enamorarse. Reconozco que era
mi tipo, o fingió ser mi tipo, ya apenas distingo la realidad de la farsa, de
la mentira estudiada hasta extremos ilimitados. Porque terminé saliendo con ese
hombre de ojos verdes y dedos largos, terminé locamente enamorada de ese adonis
de piernas atléticas y cuerpo fibroso, terminé infringiendo mis leyes por amor,
sometiendo mi vida a alguien sin escrúpulos. Porque los mentirosos no tienen
escrúpulos, no se cansan de mentir, no se hartan de robar.
Me usurpó el
dinero, los bienes, la autoestima, la comida, la rebeca de hilo y, para colmo,
terminó convenciendo al mundo que nuestro idilio fracasó por mis continuos
engaños.
Yo que no
soporto las mentiras, que sucumbo por no ocultar los detalles, que me
puede la sinceridad antes de callar y sufrir con vergüenza el perderme en el olvido.
La repetición insaciable
de una mentira se convierte en una verdad ambiciosa y yo me cegué de ambición.
Ahora repito
palabras, me pica la boca, me suda la frente, me quedo con la mirada fija, me
justifico innecesariamente, trago saliva y descanso mientras huyo. Todo lo que no observé que hacía el hombre que me robó la dignidad.