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Lo tenía atrás, mirándome con el rabo enroscado en el
cuello y señalándome con la punta fina, triangulada y negra.
Se reía con esa risa grotesca y fría de la maldad, las cejas
curvadas como el que está en una duda constante, la mano rozándose la barbilla
con el índice coronado por una uña larga y retorcida, su cuerpo esbelto y rojo,
detrás del mío, reflejado a retazos entre la neblina que lo envolvía.
Lejos de sentir miedo ante su espectro infernal me acerqué a
su rostro, indagué en el fuego incandescente de su mirada y lo desafié.
Una sola pregunta fue suficiente:
No eres capaz de hacer
que la belleza disimule este rostro incongruente, y que la giba de mi espalda
deje de curvar mi torso, no eres capaz, por muy rey de los infiernos que seas,
de corregir estas piernas rotadas como las garras de un monstruo, ni de hacer
que mi miembro permanezca erecto como señal de poder.
Un solo desafío para exhortar al mismísimo demonio a que la
mirada del mundo se transformara ante mi fea presencia.
Las carcajadas traspasaban los muros, el fuego carbonizaba
las lozas del suelo, la ira transformaba el aire en un intenso humo asfixiante.
Nadie había osado retarlo como yo, nadie en su eterna vida se había atrevido a
dirigirle la palabra. Su presencia dejaba paralizado al mundo, el miedo mermaba
a la humanidad, cegaba al que tenía la valentía de mirarlo.
Los desafíos despiertan la curiosidad a los malvados, los
insta a probarse a sí mismos y les crea la necesidad de comprobar la magnitud
de su poder.
No dijo nada, no dejó ningún conjuro en el aire, no lanzó
rayos de fuego hacia mí, ni tembló el suelo mientras se alejaba.
El silencio se abrió paso entre la humareda que dejó lucifer
al marcharse. Cuando el aire se aclaró y pude comprobar mi imagen en el espejo,
nada había cambiado, ni una sola de mis deformidades. Seguía retorcido de
fealdad, envuelto en los pliegues de un cuerpo inhumano y desagradable. Pero
mis ojos tenían una mirada distinta, un verde intenso que rebotaba en el espejo
y que me devolvía un nuevo rostro. Una mirada embaucadora, deliciosa, imposible
de evadir, de esas que dejan sin habla al más mundano de los mortales, de las
que no permiten otro deseo que tenerla. Una mirada que solo se podía definir
con un nombre: belleza.
Ahora tocaba salir a la calle y ver la reacción de los
humanos, si no me rechazaban, mi alma estaría eternamente maldita.
Alma bella, alma fea. Alma, más allá del cuerpo.
ResponderEliminarMagnífico!!!
Gracias mi queridisima Ana.
ResponderEliminarAparte de la historia en sí, del sentido que encierra donde se da a la mirada y la fe poderes más allá de lo humano, destaco sobre todo esa atmósfera que logras crear y forma parte de tu estilo al escribir que cada vez más empieza a ser reconocible. Enhorabuena
ResponderEliminarMe gusta pensar que hay un estilo que me caracteriza, Miguel, eso es señal que el tiempo pasa por mis manos y pinta letras con trazos propios.
ResponderEliminarGracias.