 |
Imagen de internet |
A los niños rotos, como yo, se nos
distingue porque no sabemos mentir, por eso ocultamos aquellas grietas que han
roto nuestro cuerpo.
Firmamos con una espiral de rayones
inconexos y temblones, como nuestros pies, que se mueven sin parar, aunque
pretendan esconderse en un zapato negro de hombre clásico.
Si descifran nuestro código corremos el riesgo de
desangrarnos, por eso eludimos respuestas. Pero
somos legales y honestos, nos gusta la
justicia. En situaciones incontrolables el color de nuestro rostro cambia de un
blanco de asombro a un violeta vergonzoso demasiado acusador y, como somos
inteligentes, con nuestra espontaneidad y el control de la palabra salimos
airosos. Nuestros movimientos se vuelven pausados y cada maniobra tiene su
estrategia.
Necesitamos que nos quieran por
lo que somos capaces de dar que no es mucho. En nuestra habitación solitaria
guardamos trajes viejos rotos y desordenamos nuestro orden caótico y lloramos
la pena de una soledad regalada y viajamos con los libros al pasado de nuestras
verdades inventadas y de nuestros encuentros idílicos.
Tenemos un carácter melancólico
disfrazado de cómico jugando con la bola del mundo que nos aplasta, pero que no nos quita la sonrisa. Recuerda que somos niños con una risa fácil y
contagiosa que se escapa por unos dientes tecleados.
A veces, las personas que ven una
gota de sangre en uno de nuestros rincones ocultos, quieren curar la herida con
una medicina que contiene demasiadas preguntas que no sirven para curar ni para
borrar los años de cruz impuesta.
No somos populares, los colmillos
de la defensa se resisten a permanecer en el anonimato, espantan al ignorante y
al chismoso. Pero aunque nos podamos arrepentir, en el fondo, detrás de
nuestros temblores culpables, de la autocompasión, de la música de los ochenta,
de los recuerdos tristes, nos sentimos los más fuertes, porque somos únicos.