
Y es que me
enseñaron a no hablar para no mentir, preferían el
silencio antes de que se dañara la integridad de mi mente.
Subir al
precipicio del deseo y luego caer sería lo último, una locura que espantaría a
la sensatez, me decían. Una ternura demasiado plácida para ser cierta.
Me enseñaron a
callar por el “que dirán” de los aburridos, a no mirar fijamente por si
adivinaban mis pensamientos. Me advirtieron que la disciplina es el pan que
alimenta la tranquilidad.
Estrecheces
mundanas.
Pero hablar es
sano, adelgazas con cada frase que liberas de la cárcel del miedo, sueltas el
lastre que aprisiona tus huesos y respiras mejor.
Hablar es
oxígeno, es abrir el espacio que ocupan los malogrados pensamientos. Después
puedes comer porque desatas al estómago que está encogido, te desnudas, sientes
el frescor de la libertad, redimes lo que creías olvidado y renaces.
Es como pasar
página sin dejar de verla, como si pudieras conservar en tu memoria los párrafos
leídos y adivinar el contenido de cada libro sin que esté escrito.
Hay quien ha
muerto por sus palabras, quien ha matado por hablar, quien muere hablando.
Yo
prefiero mil veces sucumbir a la desdicha de una palabra, someterme a un verbo
sabroso, contemplar el temblor de una boca tartamuda antes de padecer callado o
de vivir atado a un pensamiento sin sonido.
Prefiero morir
mil veces antes que vivir en silencio sin poder hablarte.