miércoles, 29 de enero de 2014

El cuidador de almas



Mirarse  al espejo, recuerda lo que somos





Desde muy pequeño aprendí a encontrarle el alma a las cosas. Las cuidaba, les daba calor, las alimentaba hasta que crecían y tomaban su propio camino.
Así fue lo que hice con el alma de mi tortuga, con la de mi oso de peluche, la de mis zapatos favoritos, la del primer libro que leí. Lo intenté hacer con la de mi mejor amigo, que se resistió un poco pero al final la cuidé y me acompañó durante muchos años.
No tenía tiempo para otra cosa que no fuera cuidar almas, llegué a tener hasta cincuenta guardadas entre mi dormitorio y el cuarto de herramientas que había detrás de la casa. De hecho, no sabía hacer otra cosa que cuidar. Me convertí en el mejor cuidador de almas del país.
La gente venía a traerme sus cosas, animales, familiares y amigos para que yo los cuidara, ni siquiera me dejaban explicarles cómo hacerlo. Me entregaban lo que estaba roto, quebrado, herido, a sabiendas que estarían a buen recaudo. Y yo, que no sabía decir que no, las aceptaba.
Tenía colas en mi puerta todos los días. A veces se acumulaban tantas almas que era difícil andar sin tropezarse con alguna de las que eran más remolonas, más tímidas y retraídas. Pero lo cierto es que en pocos días se ayudaban unas a otras y me hacían más fácil el trabajo. Nos convertimos en una gran familia. Cuando alguna se curaba y preparábamos su partida, sabíamos que, aunque nos entristecía su pérdida, irían a un espacio mejor. Eran momentos importantes, se iban porque habían terminado de crecer.
Pero a medida que pasaba el tiempo me sentía más cansado. Notaba que necesitaba sustituto, pero no encontraba a nadie que quisiera el trabajo, y eso que había muchos parados en la ciudad. ¿Dónde se busca a un cuidador de almas?
Cada vez era más difícil mantener mi taller de reparación. Me pasaba tantas horas cuidando que no noté que a mi alma se le rompió la esquina derecha cuando intentaba llevar a algunos amigos al rincón de la risa y que empecé a perder parte de mi agilidad a medida que los años dejaban factura. Se dobló por la mitad un día que me agaché demasiado para recoger del suelo la ropa de los más desordenados y ya no hubo posibilidad de enderezarla, además me quemé la planta de los pies por un descuido y dejé de sentir mis pasos.
No me daba cuenta de que me iba rompiendo, que me arrastraba, que estaba lleno de agujeros y que mis líquidos se desparramaban dejando mi cuerpo sin sangre. 
Toda la vida dedicándome a este oficio, todo mi tiempo reparando almas ajenas, estudiando para no errar en el camino, apartando el orgullo y, me olvidé.
Me olvidé de mí como un tonto, un ignorante, creyéndome inmortal.
No me di cuenta de que mi alma se cansó de cuidarse sola y se dejó morir.


Relato que pertenece al libro: Anclas. 


5 comentarios:

  1. Muchas felicidades.¡Qué buen relato Inma!. Me encanta leerte.

    ResponderEliminar
  2. Gracias Susana, y a mi me encanta que te guste mi escritura.
    Espero que te gusten los otros 19 cuentos que componen el libro.
    Un abrazo fuerte

    ResponderEliminar
  3. La miel en los labios, quiero los 19 restantes!!! Genial, me alegro muchísimo de tu trabajo, será un éxito seguro, es lo que tiene el trabajo, que triunfas seguro, pura física.
    Un beso

    ResponderEliminar
  4. Es uno de los relatos más bellos que he leído jamás.
    Un atisbo de lo que podremos encontrar en tu libro, Anclas.

    ResponderEliminar